BUBONIS

BUBONIS

lunes, 31 de mayo de 2010

OCURRENCIAS DE MIS ALUMNOS DE 1º GRADO


1- Tomi viene hablando fuerte al escritorio de la maestra, el mío, y no para de hablar. Entonces yo le hagi un gesto cual cuadro de enfermera de hospital: ¡¡¡shhhh!!!, hablá más bajito!!!!. Y Tomi muy suelto me dice: “¿Quién duerme, seño?

2- Mora se acerca a mí muy preocupada comentando que sus amigos, Rodrigo y Lucía, no quieren jugar con ella. Entonces me acerco a ellos y les pregunto el por qué. De inmediato me interrumpe Mora, diciéndome que lo que pasaba era que ellos eran novios y por eso la dejaban de lado. Entrando al aula les pregunto si esto era cierto y Lucía me dice que si y que se iban a casar. ¿Casar?, les dije con asombro y Rodrigo me dice. – Pero cuando seamos grandes!!! Muy anonadada y llena de emoción por la ingenuidad de mis pollitos, le pregunto a Rodri: ¿Y sabe tu mamá de esto?... Si, responde Rodrigo. A lo que le añado. -¿Y qué le dijo? Y ahí lo monumental de la charla, Rodri responde sin tapujos: “Y que si estoy seguro…”.

3- En tiempos del Bicentenario, las conversaciones en el aula son repetidas muchas veces pero siempre hay algo que da la nota. Estábamos hablando sobre la educación en 1.810, y decíamos que era sólo para varones y gente rica, que las niñas y gente humilde sólo recibían educación cristiana. Pero por el fondo salta Tomás levantando la mano con ímpetu y dice: “¡¡Seño, y los vegetarianos!! Nunca supimos el por qué, ¿habrá relacionado lo “rico” con el “vegetal”?

4- Cuando llega el viernes, todos quieren irse cuando suena el timbre de las 12 hs. Así fue un día viernes en que rápidamente guardamos todos y salimos a formar. Cuando se calmaros para bajar las escaleras, lo hacemos en filita y, como siempre , último es Emanuel, por su altura. Ya casi todos abajo siento golpes en la escalera: ¡¡¡¡¡tan, tan, tan, tan!!!! Me doy vuelta asustada y lo veo a Emanuel muerto de risa arriba de todo, viendo caer su mochila. Inmediatamente le grito: ¡¡¡Emanuel!!!!! ¿¿¡¡ Qué hiciste!!?? A lo que él riéndose me dice: - Tiré la mochila. Yo sorprendida por su tranquilidad le digo: - ¿Y las cosas?, ¿no ves que se te pueden romper y la mochila también? Y él muy seguro me dice: - No, seño. Yo tentada de risa y para no ser advertida, me doy vuelta y sigo caminando con todos a la salida. En eso lo escucho a Emanuel charlando con Santi:- Che, Santi, tiré la mochila por la escalera. A lo que Santi le pregunta: -¿Y? Y rápidamente Emanuel le dice.     “- Se me hizo pelota”.
5- Para la semana de la Escarapela, los chicos hicieron en sus casas escarapelas gigantes para pegar en la pared del aula. Franquito viene muy contento con la suya, más grande que él y me dice, refiriéndose a las cintas que cuelgan de la escarapela: - “Seño, le hice las patitas”

6- En los primeros días de clases hacía muuucho calor y en un momento en que abrí mi cartera se pudo ver entre mis cosas un abanico. Pero no aólo yo lo vi, sino que una de las nenas muy atentas, Agustina, también lo vio. Como si no hubiese pasado nada y haciéndose la distraída se acerca hacia mí y me dice: -Seño, cómo me gustaría tener un abanico…”


Continuará…

lunes, 24 de mayo de 2010

Preguntas en el Bicentenario


Las cuestiones que se planteaban los hombres de Mayo acerca del pueblo que representaban y la forma en que debían resolverse los problemas de la incipiente república no han perdido actualidad ni hallado aún respuesta definitivaPor Gabriel Entin
  Para LA NACION - París, 2010

"A mí me parece, señores, que ese origen funesto que buscamos lo encontraremos en la indefinición de nuestro sistema, y en la incertidumbre en que estamos de lo que somos y de lo que seremos." En 1812 Francisco Planes respondía así a la pregunta ¿cuáles eran los males de la revolución?, con la que había comenzado su discurso como presidente de la Sociedad Patriótica de Buenos Aires. A pocos días de la conmemoración del Bicentenario, el 25 de Mayo de 1810 se presenta como una evidencia. Podría considerarse también como un problema.
La revolución se constituyó a partir de sus propias ambigüedades, contradicciones e indeterminaciones. Las tentativas de definición de un modelo de revolución con frecuencia pasan por alto cuestiones como quiénes eran sus protagonistas y cuál era su contexto histórico. Muchas son las ideas y los debates sobre el 25 de Mayo: si fue una reforma o una revolución, si hubo una burguesía revolucionaria o un proletariado, si fue popular o elitista, si fue jacobina, liberal o conservadora. Estas categorías implican distintas ideas de revolución. Pero las ideas no son modelos fijos que atraviesan el tiempo: dependen y cambian con los actores que las formulan a partir de sus experiencias en distintos momentos históricos.
Los integrantes de la Primera Junta de 1810 no buscaban amoldarse a ideas sino resolver los problemas ante los que inesperadamente se encontraron enfrentados. El primero: la legitimación de un gobierno que pretendía representar a todo el Río de la Plata pero que se había creado a través del voto de 250 vecinos convocados por el Cabildo de Buenos Aires. El segundo: la identificación de una causa y de un enemigo de la Junta que, al igual que las asambleas de España y del resto de Hispanoamérica, se había organizado en nombre y en defensa del Rey (en 1808, Fernando VII había abdicado su corona en su ex aliado Napoleón y desde entonces permanecía cautivo en Francia). El tercero: ¿cómo gobernar la revolución? Al igual que Planes, la mayoría tenía más preguntas que respuestas.
Había algunas certezas: la legitimidad se fundaba en la soberanía del pueblo y la revolución combatía por la libertad contra la tiranía. Sin embargo, el pueblo era un principio y, al mismo tiempo, un concepto abstracto y poco convincente para ciudades como Córdoba, Montevideo o los pueblos del Alto Perú, que también se consideraban soberanos y que también luchaban por la libertad contra la tiranía que creían ver representada en la Primera Junta.
Hasta 1813, los gobiernos de la revolución se organizaron en nombre del rey. No era sólo una estrategia discursiva. El rey representaba la cabeza de un cuerpo político que se había desmembrado con la invasión francesa a España y que se intentaba recomponer en nuevos términos tanto en la Península como en América.
Más que un punto de partida para fijar el comienzo de la República Argentina, el 25 de Mayo constituye una formidable experiencia política para entender cómo se percibía el orden político en la monarquía. En ella habían crecido, estudiado y trabajado los líderes de una revolución que comenzó sin decir su nombre ya que buscaba presentarse como una solución legal a la crisis provocada por la ausencia del rey: nadie mencionó en el Cabildo abierto las palabras "revolución", "independencia" ni "República Argentina".
Antes de declarar una independencia, había que determinar el "quiénes somos". Algunas respuestas vendrían con la guerra: la lucha entre españoles americanos sería una lucha entre americanos contra españoles, aunque en el bando realista se encontrasen tantos americanos como en el revolucionario. América servía como un criterio de distinción frente a España, pero no constituía una referencia efectiva para un pueblo que buscaba diferenciarse de otras comunidades en el continente.
Por primera vez, los territorios de la monarquía se gobernaban a través de representantes que no habían sido designados por la corona sino instituidos por el pueblo. La Primera Junta -que, en rigor, no era la primera del Río de la Plata porque en 1808 ya se había creado una en Montevideo- estaba integrada por nueve miembros, entre ellos, dos españoles. La Junta distinguía la monarquía de la nación española. Ante la ausencia del rey, reclamaba el derecho a formar un gobierno como lo habían hecho el resto de las ciudades españolas. Desde las páginas de la Gaceta de Buenos Aires , su fundador, Mariano Moreno -que había publicado El contrato social eliminando las críticas de Rousseau al cristianismo-, explicaba en 1810 que un pueblo es un pueblo antes de darse a un rey. "Cualquiera que sea el origen de nuestra asociación, es de toda certidumbre que hacemos un cuerpo político", señalaba al mismo tiempo el Deán Gregorio Funes, llamando "república" a ese cuerpo. En el Río de la Plata había un pueblo y una república. Esto significaba toda una revolución: en su nombre se rechazarían los representantes de una nación española en la que ese pueblo no se veía incluido, al mismo tiempo que se defendía el principio de un gobierno propio y autónomo para salvar la república o lo que se convertiría en su sinónimo, la patria.
¿Qué era el pueblo? Nadie lo precisaba pero todos lo legitimaban como fundamento de la revolución, comenzando por dos de sus principales oradores: Moreno y Funes. Para ellos, como para el resto de la elite de 1810, el pueblo que debía gobernar estaba integrado por una ínfima parte de la población: aquellos vecinos que se consideraban distinguidos, fieles a la causa revolucionaria e integrantes de "la principal y más sana parte", como los cabildos se referían a quienes podían participar del gobierno, antes y después del 25 de Mayo. Por ejemplo, los esclavos negros, que en Buenos Aires representaban casi un tercio de sus 40 mil habitantes, estaban excluidos de aquella idea de pueblo.
Tanto Moreno como Funes habían tenido esclavos en sus familias: la libertad política contra la dominación española era compatible para los hombres de 1810 con la esclavitud física de negros. Por un lado, se respetaba así el derecho de propiedad. Por otro lado, los esclavos integrarían los ejércitos de la revolución: su donación al gobierno era una forma de patriotismo. Sin embargo, la existencia de esclavos contradecía los principios de la revolución: en 1813 la Asamblea constituyente declaraba la libertad de vientres. A partir de aquel año, todos nacían libres en el Río de la Plata, pero no todos eran libres ni tendrían los mismos derechos. La esclavitud continuaría hasta la mitad del siglo XIX. El mismo Alberdi, padre de la Constitución de 1853, afirmaría que "la esclavitud de cierta raza no desmiente su libertad política".
¿Qué era la república? Los hombres de 1810 la presentaban como una evidencia. Se referían a ella no sólo como una forma de gobierno sino, a partir del sentido latino del concepto, como la misma comunidad política. Basada en un orden de leyes y no de hombres -condición de la libertad política-, la invocación de la república apelaba al ejercicio de virtudes cívicas para la defensa del interés común por sobre el particular, asociado al egoísmo y a la corrupción. Pero las leyes no podían gobernar sino a través de hombres. La misma revolución mostraba cuán difícil era la distinción entre la ley y la excepción cuando, ante la falta de una constitución, todo reglamento y cambio de gobierno podía justificarse en una ley suprema: la salud del pueblo.
Al igual que la ley, la forma de gobierno era también incierta y cambiaba ante el contexto de la guerra: "¿Qué quiere decir un gobierno popular cuando se guardan las formas de una monarquía?", preguntaba Planes. Durante la república, se propondrían proyectos republicanos y monárquicos de gobierno: con la restauración absolutista en Europa tras la caída de Napoleón en 1814, Rivadavia y Belgrano buscarían un príncipe para el Río de la Plata en distintas casas reales, incluida la de los Incas.
El conflicto en la sociedad, la incertidumbre sobre cómo debía gobernarse la "cosa del pueblo" y la virtud del ciudadano para entregar hasta su propia vida por la libertad eran características de una larga tradición republicana. Iniciada en la antigua Roma, esta tradición estaba menos relacionada con la institucionalidad que con valores y creencias compartidos, que hacían de un conjunto de hombres y mujeres una comunidad. La revolución crearía la posibilidad de este pueblo, difícil de nombrar hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando se consolidaría e institucionalizaría como la República Argentina.
La revolución era una búsqueda que desafiaba cualquier intento de definición. En 1826, los diputados del Congreso constituyente reunido en Buenos Aires debatirían un proyecto presentado por el gobierno de Rivadavia, aprovechando la instalación de las primeras cloacas en la ciudad: la construcción de una fuente de bronce conmemorativa con la leyenda "La República Argentina a los autores de la revolución en el memorable 25 de Mayo de 1810". Varios legisladores consideraban que se trataba de un proyecto inoportuno y aristocrático: demasiado lujo para tiempos de guerra en que la república pedía austeridad.
Más importante aún, la fuente sembraría "el germen de la discordia". Nadie sabía con seguridad quiénes habían sido los autores de la revolución ni tampoco cómo determinarlo. Un diputado proponía distinguir entre quienes habían concebido la idea, quienes la financiaron y quienes la ejecutaron. El cura Julián Segundo de Agüero, ministro de Rivadavia, explicaba que era necesario decidir quiénes habían sido los autores con un jurado constituido en aquel momento en que todavía vivían varios de los hombres del 25 de Mayo y no "cuando pasen 200 años". Juan José Paso, que había integrado la Primera Junta, se oponía: "Yo temblaría si saliera para formar el jury", señalaba.
Para Juan Ignacio Gorriti, "autor de la revolución" era un concepto "vago e indefinido". También absurdo. Según explicaba el diputado jujeño, los primeros autores podían ser los reyes españoles, Napoleón e inclusive Liniers, el héroe de la resistencia contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807: por orden de Moreno, el ex virrey se había convertido en el primer ejecutado de una revolución que, paradójicamente, buscaría sus primeros antecedentes en aquellas luchas contra Inglaterra, con la que durante el siglo XIX se privilegiaría la relación comercial. "Sólo a la jurisdicción de la historia pertenece dar a conocer los autores de la revolución", concluía Gorriti.
El proyecto se aprobó pero la fuente de bronce no se construyó. Luego de varias modificaciones, en la Plaza de Mayo continúa la pirámide originalmente construida en el primer aniversario de la revolución. En el monumento figura una única inscripción: "25 de Mayo de 1810". En 1856, se esculpió sobre la pirámide una Marianne argentina, que daba un rostro a la república y a la libertad. Esa mujer ya podía amarse. En la plaza había comenzado la revolución. Desde entonces, a ella se acudiría cuando la república se encontrara amenazada. En la plaza también se buscarían respuestas a preguntas que, a pocos días del Bicentenario, aún siguen vigentes: ¿Qué somos?, ¿qué seremos?

ENTRE LA MELANCOLÍA Y LA HISTORIA

En la Revista "ADN CULTURA", del diario La Nación, se publica y analiza una nueva antología de poesías, unidas como para celebrar este Bicentenario, en este caso de la poesía.
Aquí van unos fragmentos de la nota y unas poesías que me parecieron bellísimas.

Por Pablo Gianera

De la Redacción de LA NACION

Los mitos y epopeyas que fundan una nación no se cuentan ni se cantan en prosa. Que el libro canónico de la Argentina terminara siendo Martín Fierro de José Hernández (en lugar de Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, como le habría gustado a Jorge Luis Borges) no abre solamente toda una línea ideológica sino también una opción por la poesía como género fundacional. Verdaderamente, la poesía precede a la prosa y sobreviene también después, cuando la prosa se revela incapaz o insuficiente para nombrar ciertas cosas.
Para el poeta Leopoldo Lugones, aquello que la prosa no podía nombrar ni constituir era justamente la patria.
Como todos los aniversarios redondos, los festejos por el Bicentenario de la Revolución de Mayo alientan consideraciones retrospectivas, arqueos de la cultura. En la literatura, esos balances tienden a realizarse materialmente en volúmenes antológicos. Para el Centenario, Juan de la Cruz Puig preparó su Antología de poetas argentinos . Cien años después hay ya por lo menos -el avance del año puede deparar todavía más- cuatro antologías de poesía argentina. Ante todo, el monumental libro 200 años de poesía argentina que el crítico Jorge Monteleone preparó para Alfaguara.
 
Poesía argentina



Era una tarde gris y seca...
Juan L. Ortiz

Era una tarde gris y seca.

Pero septiembre ya le daba
no sé qué gracia infantil: mejor, adolescente.
Qué aroma de niñez, de quince años vagaba?
Qué secreta nostalgia que quería azularse?

Septiembre, gracia alada
en la sequedad gris con varas finas...

Al final fue todo
una soledad celeste vago y arena.
Los niños, de qué mundo, jugaban a la ronda
sobre un fondo de islas de ceniza?

Un viento de ilusión hacía más pálido el polvo.



A mitad de la noche
Fabián Casas

Me levanto a mitad de la noche con mucha sed.

Mi viejo duerme, mis hermanos duermen.
Estoy desnudo en el medio del patio
y tengo la sensación de que las cosas no me reconocen.
Parece que detrás de mí nada hubiese concluido.
Pero estoy otra vez en el lugar donde nací.
El viaje del Salmón
en una época dura.
Pienso esto y abro la heladera:
un poco de luz desde las cosas
que se mantienen frías.


La modestia
Hugo Padeletti

es una virtud indirecta.

A diferencia
de la violeta
no tolera el abono.

Cautamente,
después de una sutura,
surge un tímido brote que requiere
otra poda, otra usura.

Después de la muerte

Héctor Viel Temperley

Después de la muerte,

alma mía,
no me lleves a pasear en coche
por esos aburridos domingos
de mi infancia.

Y cuidado, alma mía,
con la luz:
que no te vaya a prender fuego.
(Yo voy a ir sin manos
a tu lado.)

sábado, 22 de mayo de 2010

TEATRO COLÓN



Antecedentes de la actividad musical en Buenos Aires.


El Teatro Colón de la ciudad de Buenos Aires es considerado uno de los mejores teatros del mundo. Reconocido por su acústica y por el valor artístico de su construcción, cumplió 100 años en 2008.
El actual edificio está emplazado entre Cerrito, Viamonte, Tucumán y Libertad, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, y fue inaugurado el 25 de mayo de 1908 con la ópera Aida de Giuseppe Verdi. Este edificio reemplaza al antiguo Teatro Colón, erigido en la manzana que ocupa hoy el Banco Nación, frente a la plaza de Mayo, y que funcionó entre 1857 y 1888.
La construcción del nuevo edificio llevó alrededor de 20 años, siendo colocada su piedra fundamental el 25 de mayo de 1890, con la intención de inaugurarlo antes del 12 de octubre de 1892 en coincidencia con el cuarto centenario del descubrimiento de América. El proyecto inicial fue del arquitecto Francesco Tamburini quien, a su muerte en 1891, fue continuado y modificado por su socio, el arquitecto Víctor Meano, autor del palacio del Congreso Argentino. Las obras avanzaron hasta 1894, pero se estancaron luego por cuestiones financieras. En 1904, Meano fue asesinado en su casa y el gobierno encargó al belga Jules Dormal que termine la obra. Dormal introdujo algunas modificaciones estructurales y dejó definitivamente impreso su sello en el estilo francés de la decoración.
A fines de 1907 se firmó el primer contrato de arrendamiento del Teatro Colón, aunque los trabajos de terminación del edificio estaban atrasados en relación con la fecha fijada para la inauguración de la sala, el 25 de mayo de 1908. De todas maneras, en esa fecha se llegó a realizar la primera función en la sala principal del Teatro Colón a cargo de la Gran Compañía Lírica Italiana con la ópera Aida de Giuseppe Verdi, aunque con algunas dependencias del edificio inconclusas como el Salón Dorado y las marquesinas de hierro sobre las calles Libertad y Cerrito.



domingo, 16 de mayo de 2010

domingo, 2 de mayo de 2010

LOS PUENTES DE MADISON

Los puentes de Madison County

 de Robert James Waller




Francesca
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A mediados de otoño era el cumpleaños de Francesca, y la lluvia fría golpeaba contra su casa de madera en el campo, en el sur de Iowa. Miraba la lluvia y, a través de ella, veía las colinas que bordean Middle River, pensando en Richard. Richard había muerto un día así, ocho años atrás, de una enfermedad que Francesca prefería no recordar. Pero pen¬saba en él y en su tosca ternura, en sus actitu¬des firmes, y en la vida apacible que habían llevado.
Habían llamado los chicos. Tampoco este año podían venir para su cumpleaños, aun¬que Francesca cumplía sesenta y siete años. Ella lo comprendía, como siempre lo había comprendido y siempre lo comprendería. Los dos estaban muy atareados, en un momento importante de su vida profesional, dirigien¬do un hospital, dando clases. Michael iniciaba su segundo matrimonio, Carolyn luchaba por el primero. En secreto Francesca se alegraba de que nunca la visitaran para su cumpleaños; reservaba sus propias ceremonias para ese día.
Por la mañana, habían venido sus amigos desde Winterset con una tarta de cumpleaños. Francesca había hecho café, mientras hablaban de los nietos y de la ciudad, del día de Ac¬ción de Gracias y de los regalos de Navidad. La tranquila alegría y las voces de la conversación eran familiares y reconfortantes, y le recorda¬ron la razón por la que se había quedado ahí después de la muerte de Richard.
Francesca se ha¬bía quedado en el sur de Iowa, que era su tie¬rra, conservando su antiguo domicilio por una razón especial, y ahora se alegraba de haberlo hecho.
Sus invitados se fueron a mediodía. Se ale¬jaron por el sendero con sus Buick y sus Ford, cogieron la carretera asfaltada del distrito y se dirigieron hacia Winterset; los limpiaparabrisas iban y venían sobre los cristales. Eran buenos amigos, aunque nunca comprenderían lo que había dentro de Francesca. Ni lo comprenderían aunque ella se lo explicase.
La lluvia cesó a media tarde y recomenzó al caer la noche. Al oscurecer, Francesca se sirvió una copita de coñac y abrió el escritorio de tapa corrediza. Era un mueble de nogal que ha¬bía pertenecido a tres generaciones de la fa¬milia de Richard. Sacó un sobre de papel manila y lo acarició lentamente, como hacía cada año en esa fecha.

El matasellos del correo decía «Seattle, WA, Sept 12/65». Siempre empezaba mirando el matasellos. Era parte del ritual. Luego leía el nombre y domicilio escritos sin abreviaturas:
«Francesca Johnson, RR 2, Winterset, Iowa» y, por fin, el remitente, descuidadamente garaba¬teado en el ángulo superior izquierdo: «Apdo. 642, Bellingham, Washington».
Se sentó en un sillón junto a la ventana, miró las direcciones y se concentró, porque en ellas estaba el movimiento de esas manos como había sido veintidós años antes.
Cuando llegó a sentir que sus manos la tocaban, abrió el sobre, sacó cuidadosamente tres cartas, un breve manuscrito, dos fotografías y un número completo del National Geographic, junto con recortes de otros números de la re¬vista.
Allí, a la luz grisácea que quedaba, bebió el coñac a sorbitos, mirando por encima del mar¬co de las gafas la nota manuscrita sujeta con una grapa a las páginas dactilografiadas.
La carta estaba escrita en unas hojas con su membrete, que decía simplemente: «Ro¬bert Kincaid, Autor-Fotógrafo» en letra dis¬creta.

10 de septiembre de 1965

Querida Francesca:

                               Te envío dos fotografías. Una es la que te hice en el campo a mediodía. Espero que te guste tanto como a mí. La otra es de Roseman Bridge antes de que yo retirara la nota que hablas clavado allí con una tachuela.
Estoy sentado aquí, recorriendo las zonas gri¬ses de mi mente en busca de cada detalle, de cada momento que pasamos juntos. Me pregunto una y otra vez, «¿Qué pasó en Madison County?», y trato de juntarlo todo. Por eso escribí el breve texto «Al caer de la dimensión Z» que te envío, en un intento de aclarar mi confusión.
Miro a través de un objetivo, y estás tú en el otro extremo. Empiezo a escribir un artículo, y es¬toy escribiendo sobre ti. Ni siquiera sé bien cómo volví aquí desde Iowa. De alguna manera, el vie¬jo camión me trajo a casa, pero apenas recuerdo los kilómetros que recorrí.
Hace unas semanas me sentía equilibrado, razonablemente satisfecho. Tal vez no profunda¬mente feliz, tal vez un poco solo, pero al menos contento. Ahora todo ha cambiado.
Ahora sé que estuve yendo hacia ti, y tú hacia mí desde hace largo tiempo. Aunque ninguno de los dos percibía al otro antes de que nos conociéramos, había una especie de inconsciente certeza que cantaba alegremente bajo nuestra ignorancia, asegurando que nos reuniríamos. Como dos pájaros solitarios que vuelan por las grandes praderas por designio de Dios, en todos estos años y estas vidas hemos estado yendo el uno hacia el otro.
El camino es un lugar extraño. Por él an¬daba yo arrastrando los pies, y ahí estabas tú, caminando por la hierba hacia mi camión, un día de agosto. Viéndolo retrospectivamente, pa¬rece inevitable (no pudo haber sido de ninguna otra manera): es un caso de lo que yo llamo la alta probabilidad de lo improbable. De manera que ahora estoy viviendo con otra persona dentro de mí. Aunque creo que lo expresé mejor el día que nos separamos, cuando dije que hemos creado una tercera persona a partir de nosotros dos. Y ahora me acecha ese otro ser.
De alguna manera tenemos que volver a ver¬nos. En cualquier parte, en cualquier momento. Puedo ocuparme de los pasajes de avión, si eso es un problema. Me voy al sudeste de la India la semana que viene, pero estaré de vuelta a finales de octubre.
Te amo.
                                         Robert.

P.D.: El proyecto de fotografía en Madison County salió muy bien. Búscalo en el «National Geographic» el año que viene. O dime si quieres que te mande un ejemplar del número cuando se publique.

Francesca Johnson dejó la copa de coñac en el ancho alféizar de roble de la ventana y miró la fotografía de ocho por diez en blanco y ne¬gro que le había sacado Robert. A veces le re¬sultaba difícil recordar qué aspecto tenía ella entonces, veintidós años atrás. Se apoyaba en un poste del cerco, llevaba tejanos ajustados y descoloridos, sandalias y una camiseta blanca; su cabello ondeaba al viento.
Desde su lugar junto a la ventana veía, en medio de la lluvia, el poste del viejo cerco que todavía circunscribía los pastos. Al alqui¬lar la tierra, después de la muerte de Richard, había determinado que la pastura se mantuviese intacta y quedase así, aunque ahora estaba despoblada y se había convertido en un pastizal.
La fotografía descubría en su rostro las primeras arrugas evidentes. La cámara de Robert las había encontrado. Sin embargo, le complacía lo que veía. El cabello negro, el cuerpo lleno y cálido, bien dibujado por los tejanos. Pero era su rostro lo que miraba con fijeza. Era el rostro de una mujer desesperadamente enamorada del hombre que le estaba sacando la foto.
Ahora lo veía con claridad en el fluir de su memoria. Cada año repasaba mentalmente todas las imágenes, con meticulosidad, recordando todo, sin olvidar nada, grabándolo to¬do, para siempre, como los miembros de una tribu que transmiten oralmente una historia de generación en generación. Él era alto, del¬gado, duro, y se movía como la hierba, sin es¬fuerzo, con gracia. Sus cabellos plateados col¬gaban más abajo de las orejas y casi siempre estaban despeinados, como si acabara de lle¬gar de un largo viaje por mar con fuerte vien¬to y hubiera tratado de arreglárselos con las manos.
Su rostro delgado, de pómulos salientes, y el cabello que le caía sobre la frente hacían resaltar los ojos azules que nunca parecían dejar de buscar la próxima foto. Él le sonrió, le dijo que se la veía muy bien y muy cálida con la luz de la mañana, le pidió que se apo¬yara en el poste, y luego caminó alrededor de ella describiendo un gran arco. La fotografió primero arrodillándose, luego de pie, luego tendido de espaldas con la cámara vuelta ha¬cia ella.
Ella se sentía abrumada por la cantidad de película que invertía, pero contenta por la atención que le prestaba. Esperaba que ningún vecino hubiera salido temprano con el tractor. Aunque esa mañana en particular, no le impor¬taban mucho los vecinos ni lo que pudieran pensar.
Él fotografió, cambió el rollo, cambió los lentes, cambió de cámara y fotografió un poco más, hablando tranquilamente con ella mien¬tras trabajaba, repitiéndole qué bien la veía y cuánto la amaba. «Francesca, eres increíble¬mente hermosa.» A veces se detenía y la mi¬raba, miraba a través de ella, alrededor de ella, dentro de ella.
Los pezones se marcaban con nitidez en su camiseta. Curiosamente, no le había impor¬tado no llevar nada debajo. Es más: se alegraba de ello y la excitaba saber que él veía sus pe¬chos a través del objetivo. Nunca se hubiera vestido así para estar con Richard. Él no lo ha¬bría aprobado. En realidad, antes de conocer a Robert Kincaid, no se hubiera vestido así en ningún momento.
Robert le había pedido que arqueara un poco la espalda, y entonces susurró: «Eso es, eso es, quédate así». Fue en el momento en que tomó la foto que ella miraba ahora. La luz era perfecta, eso había dicho él (nebulosa brillante, la llamó), y se oyó muchas veces seguidas el chasquido del obturador mientras él se movía alrededor de ella.
Robert era flexible; ésa era la palabra que pensaba Francesca mientras lo miraba. A los cin¬cuenta y dos años, su cuerpo era puro múscu¬lo, sin grasa, músculo que se movía con la clase de intensidad y potencia que sólo poseen los hombres que trabajan mucho y se cuidan. Ro¬bert le contó que había sido reportero de guerra en el Pacífico, y Francesca lo imaginó en las pla¬yas saturadas de humo con los marines, con las cámaras colgando de los hombros, una ante su ojo, y el obturador recalentado por la velocidad con que fotografiaba.
Volvió a mirar la foto. La estudió. Sí, realmente estaba guapa, pensó, sonriendo ante esa ligera admiración que sentía por sí misma. Nunca lo he estado tanto, ni antes ni después. Fue por él. Y bebió otro sorbito de coñac mien¬tras la lluvia cabalgaba furiosamente sobre el viento de noviembre.
Robert Kincaid era un verdadero mago, que vivía dentro de sí mismo en lugares extra¬ños, casi amenazadores. Francesca lo había per¬cibido inmediatamente, aquel lunes caluroso y seco del mes de agosto de 1965, cuando él bajó de la furgoneta, enfrente de su casa. Richard y los chicos estaban en la feria del estado de Illi¬nois, exhibiendo el novillo campeón que reci¬bía más atenciones que ella. Esa semana era suya.
Estaba sentada en el columpio del porche de la entrada, bebiendo té helado, mirando dis¬traídamente la espiral de polvo que levantaba una camioneta en la carretera del condado.
El coche se movía con lentitud, como si el que lo conducía buscara algo; se detuvo justo al llegar al sendero de Francesca y giró por él en dirección a la casa. Dios mío, pensó Francesca, ¿quién es éste?
Estaba descalza, y llevaba tejanos y una camisa desteñida y arremangada por encima del pantalón. Los largos cabellos negros estaban sujetos con la peineta de carey que su padre le había regalado cuando ella se marchó de su país natal. La camioneta recorrió el sendero y se detuvo cerca de la puerta del cerco de alambre que rodeaba la casa.
Francesca bajó los escalones del porche y caminó sin prisa por la hierba hacia la entrada. Y de la camioneta bajó Robert Kincaid, como una visión surgida de un libro jamás escrito: Historia ilustrada de los chamanes.
La camisa marrón de estilo militar se le pe¬gaba a la espalda por la transpiración; tenía grandes círculos oscuros debajo de los brazos. Los tres botones de arriba estaban desabrocha¬dos, y ella veía los tensos músculos del pecho bajo la simple cadenita de plata que llevaba al cuello. Sobre los hombros lucía unos anchos ti¬rantes de color naranja, del tipo que siempre usa la gente que pasa mucho tiempo en lugares agrestes.
Robert sonrió.
—Perdone la molestia, pero estoy buscando un puente cubierto que hay por aquí y no In encuentro. Creo que me he perdido.
Se enjugó la frente con un pañuelo azul y volvió a sonreír.
Tenía una mirada directa, y algo dio un salto dentro de ella. Los ojos, la voz, la cara, d cabello plateado, la flexibilidad con que se movía su cuerpo, todo eso despertaba sensaciones familiares en Francesca, sensaciones perturba¬doras e irresistibles. Todo en él evocaba una de esas imágenes que hablan en susurros cuando uno está a punto de dormirse, cuando han caí¬do todas las barreras. Una de esas imágenes que reorganizan el espacio molecular entre macho y hembra, independientemente de la especie.
Las generaciones pasan, pero esas emocio¬nes que Robert provocaba en Francesca sólo murmuran acerca de una exigencia única, nada más. Son inamovibles, y sus metas, claras. Y son simples; nosotros somos quienes las hemos vuelto complicadas. Francesca percibía todo esto sin saber que lo percibía; lo experimentaba físicamente. Y allí empezó aquello que habría de cambiada para siempre.
Un coche pasó por el camino, levantando polvo, y se oyó la bocina. Francesca saludó con la mano al brazo marrón de Floyd Clark que salía del Chevy, y se volvió hacia el desconocido.
—Ya casi ha llegado. El puente está a sólo tres kilómetros de aquí.
Y entonces, después de veinte años de vivir una vida estrecha, una vida de conducta rígida y sentimientos ocultos, impuesta por las tradiciones rurales, Francesca Johnson se sorprendió a sí misma diciendo:
—Se lo mostraré con mucho gusto, si quiere.
Nunca supo muy bien por qué lo hizo. Eran los sentimientos de una muchacha joven que aparecían como una burbuja en el agua y estallaban, tal vez, después de todos esos años. No era tímida, pero tampoco muy directa. Lo único que podía pensar era que Robert Kincaid la había atraído intensamente, después de sólo unos segundos de mirado.
Era obvio que él se había sorprendido un poco con el ofrecimiento. Pero se recuperó pronto, y con expresión seria le dijo que se lo agradecería. Francesca cogió de los escalones de atrás las botas de vaquero que usaba para trabajar en la granja, fue hasta el camión y se detuvo junto al asiento del acompañante.
—Espera, te haré sitio; hay un montón de material y otras cosas ahí. —Hablaba mientras iba ordenando, principalmente para sí, y ella advertía que estaba un poco confundido y un poco azorado por esa situación.
Trasladó bolsos de lona y trípodes, un termo, y bolsas de papel a la parte trasera de la camioneta, donde una vieja maleta Samsonite marrón y un estuche de guitarra polvoriento y deteriorado permanecían atados a una rueda de repuesto con una cuerda de tender ropa.
La puerta de la furgoneta se cerró, golpeán¬dolo por detrás, mientras él murmuraba, jun¬taba y metía vasitos de plástico para café y cás¬caras de plátano en una bolsa de papel. Arrojó la bolsa a la caja de los residuos. Finalmente quitó del asiento delantero la nevera y la puso también detrás. En la puerta verde del camión, unas letras rojas descoloridas rezaban: «Kin¬caid, Fotografía, Bellingham, Washington».
—Bien, creo que ahora puedes meterte ahí. Sostuvo la puerta, la cerró tras ella, luego fue al asiento del conductor y con una peculiar gracia animal se sentó frente al volante. Le echó una sola mirada rápida a Francesca, sonrió apenas y dijo:
—¿Hacia dónde voy?
—Hacia la derecha. —Le indicó con la mano. Él giró la llave, y se oyeron los gruñidos desafinados del motor. Recorrieron el sendero hacia el camino dando brincos. Las largas piernas de Robert se movían automáticamente al cambiar de velocidades; los viejos Levi's cubrían las botas de cuero con cordones que ha¬bían visto pasar muchos kilómetros a pie.
Se inclinó y buscó en la guantera, rozando accidentalmente con el antebrazo la parte infe¬rior del muslo de Francesca. Con un ojo en el camino y otro en la guantera, sacó una tarjeta de visita y se la entregó. «Robert Kincaid, Au¬tor-Fotógrafo.» Luego venían su dirección y su número de teléfono.
—Me envía aquí el National Geographic —di¬jo—. ¿Conoces la revista?
—Sí —respondió Francesca, y pensó: ¿Aca¬so no la conoce todo el mundo?
—Están haciendo un reportaje sobre puen¬tes cubiertos, y parece que Madison County tiene algunos interesantes. He localizado seis, pero creo que hay por lo menos uno más, y tiene que estar en esta dirección.
—Se llama Roseman Bridge —informó Francesca en medio del ruido del viento, de los neumáticos y del motor.
Su voz sonaba rara, como si perteneciera a otra persona, a una adolescente asomada a una ventana, en Nápoles, viendo a lo lejos calles de ciudades, trenes y puertos, mientras soñaba con sus lejanos y futuros amantes. Mientras ha¬blaba miraba los músculos de su antebrazo, que se movían cuando él cambiaba de velo¬cidad.
Junto a Francesca había dos mochilas. Una estaba cerrada, pero la solapa de la otra, do¬blada hacia atrás, dejaba ver la parte superior plateada y la posterior negra de una cámara. En la parte posterior, tenía la etiqueta de un carrete, que decía «Kodachrome II 25. 36 fotos». Detrás de los bultos, había una chaqueta de color tostado con muchos bolsillos. De un bolsillo colgaba una delgada cuerda con un ém¬bolo en el extremo.
Francesca tenía dos trípodes entre los pies. Estaban muy rayados, pero en uno se podía leer la gastada etiqueta: «Gitzo». Cuando Robert abrió la guantera, Francesca vio que estaba abarrotada de cuadernos, mapas, lápices, cajas de película vacías, monedas y cigarrillos Camel.
—Dobla a la derecha en la próxima curva —dijo. Eso le dio una excusa para mirar el per¬fil de Roben Kincaid. La piel tostada y suave brillaba con la transpiración. Sus labios eran bonitos; por alguna razón, Francesca lo había notado de inmediato. Y la nariz era como la de los indios que había visto en unas vacaciones que se había tomado la familia en el oeste, cuan¬do los hijos eran pequeños.
Robert no era apuesto en el sentido con¬vencional. Ni tampoco feo. Esas palabras no se aplicaban a él. Pero había algo en ese hombre. Algo muy antiguo, algo ligeramente deterio¬rado por los años; no en su apariencia, sino en sus ojos.
En la muñeca izquierda llevaba un reloj de aspecto complicado, con una correa de cuero marrón manchada por el sudor. En la derecha tenía una pulsera de plata con arabescos. Le vendría bien una limpieza con limpiametales, pensó Francesca, y enseguida se condenó por haber caído en la trivialidad de la vida pueblerina, contra la que se rebelaba en silencio desde hacía años.
Robert Kincaid sacó un paquete de Camel del bolsillo de la camisa y le ofreció uno. Francesca aceptó el cigarrillo y, por segunda vez en cinco minutos, se sorprendió a sí misma. ¿Qué estoy haciendo?, pensó. Hacía años que había dejado de fumar, debido a la presión constante de la crítica de Richard. Robert se puso el ci¬garrillo entre los labios y encendió el de Fran¬cesca con un Zippo de oro, sin dejar de mirar la carretera.
Ella ahuecó las manos a ambos lados de la llama para protegerla del viento, y tocó la ma¬no de Robert para que no la sacudieran los sal¬tos de la camioneta. Sólo le llevó un instante encender el cigarrillo, pero fue suficiente para sentir el calor de la mano de él y su ligero vello en el dorso. Volvió a apoyarse en el respaldo y Robert acercó el encendedor a su propio cigarri¬llo, defendiéndolo del viento con mano experta y retirando sólo un segundo las manos del vo¬lante.
Francesca Johnson, esposa de granjero, apo¬yada en el asiento polvoriento de la camioneta, fumando un cigarrillo, señaló:
—Es allí, al doblar la curva.
El viejo puente rojo, descascarillado, ligeramente inclinado por los años, cruzaba un arroyo.
Entonces Robert Kincaid sonrió. La miró rápidamente y dijo:
—Fantástico. Una foto del crepúsculo.
Se detuvo a cien metros del puente y bajó, llevándose la mochila abierta.
—Voy a hacer un pequeño reconocimiento, ¿no te molesta?
Ella le devolvió la sonrisa.
Lo observó mientras él caminaba por el sendero de campo, mientras sacaba la cámara de la mochila y luego se echaba el bolso sobre el hombro izquierdo. Ese movimiento exacto lo había hecho miles de veces. Francesca se dio cuenta por la fluidez con que lo hizo. Mientras caminaba, su cabeza no dejaba de moverse, mi¬rando de un lado a otro, el puente, y los árbo¬les detrás del puente. Se volvió una vez y fijó la vista en ella, con el rostro serio.
En contraste con la gente del lugar, que se alimentaba de salsas, patatas y carnes rojas, Robert daba la impresión de no comer otra cosa que fruta, nueces y vegetales. Duro, pensó Francesca. Parece físicamente duro. Reparó en lo pequeño que era su trasero dentro de los tejanos ajustados; veía el contorno de la billetera en el bolsillo izquierdo y el del pañuelo en el derecho. Robert parecía andar por el terreno sin un solo movimiento inne¬cesario.
No había ruidos. Un mirlo de alas rojas po¬sado en una alambrada la miró. Una alondra gritó desde el pasto, junto al camino. Nada más se movía bajo el sol blanco de agosto.
Robert se detuvo justo antes de llegar al puente. Se quedó un momento allí, luego se puso en cuclillas y escudriñó a través de la cámara. Fue hasta el otro lado del camino e hizo lo mismo. Luego se paró en el puente y estu¬dió las vigas y las planchas del suelo, y contem¬pló la corriente por un agujero que había en un lado.
Francesca apagó el cigarrillo en el cenicero, abrió la puerta y apoyó las botas en la grava. Echó una mirada alrededor para asegurarse de que no venía el coche de un vecino, y caminó hasta el puente. El sol era como un martillazo al final de la tarde, y el interior del puente pa¬recía estar más fresco. Veía recortarse la silueta de Robert en el otro extremo, hasta que desapareció en la pendiente de la orilla.
Francesca oía el suave arrullo de las palomas en sus nidos, debajo del tejado del puente. Pasó mano por la barandilla; la madera estaba caliente. En algunas planchas había pinta¬das: «Jimbo-Denison, Iowa»; «5herry + Dubby»; «¡Arriba, Hawks!» Las palomas seguían arrullándose suavemente.
Francesca espió por una grieta de las dos planchas laterales hacia el arroyo adonde había ido Robert Kincaid. Estaba de pie sobre una roca en medio del riachuelo, mirando hacia el puente, y ella se sobresaltó al ver que él la salu¬daba con la mano. Robert saltó otra vez a la orilla, moviéndose con soltura por el terreno inclinado. Francesca siguió mirando el agua hasta que sintió las botas de él en el suelo del puente.
—Se está muy bien aquí, es muy agradable —dijo Robert, y su voz resonó dentro del puente cubierto.
Francesca asintió.
—Sí. A estos puentes nosotros no les pres¬tamos ninguna atención, no pensamos que sean gran cosa.
Él fue hacia ella con un ramillete de flores silvestres.
—Gracias por hacer de guía —le dijo, sonriendo con dulzura—. Uno de estos días vendré al amanecer a hacer fotos.
Una vez más, ella sintió algo por dentro, Flores. Nadie le regalaba flores, ni siquiera en ocasiones especiales.
—No conozco tu nombre —dijo Robert. Entonces ella se dio cuenta de que no se lo había dicho, y se sintió como una tonta. Cuan¬do se lo dijo, él hizo un gesto afirmativo y res¬pondió:
—Me había parecido notar un levísimo acento. ¿Italiana?
—Sí. Vine hace mucho tiempo.
Volvieron a subirse a la camioneta verde y volvieron a recorrer los caminos de grava mientras bajaba el sol. Se cruzaron con dos coches, pero no era nadie que Francesca co¬nociera. En los cuatro minutos que tardaron en llegar a la granja dejó vagar los pensa¬mientos, sintiéndose liberada y extraña. Que¬ría más de Robert Kincaid, autor y fotógra¬fo. Quería saber más y apretaba el ramillete que llevaba en la falda, con las flores hacia arriba, como una colegiala que vuelve de un paseo.
Estaba ruborizada. Lo sentía. No había hecho ni dicho nada, pero sentía como si algo hu¬biera sucedido. La radio de la furgoneta, casi inaudible en medio del rugido del camino y del viento, transmitió el sonido de una guitarra eléctrica y después las noticias de las cinco.
La furgoneta entró en el sendero.
—¿Richard es tu marido? —Había visto el nombre en el buzón.
—Sí —respondió Francesca, ligeramente agitada. Una vez que pronunció esa palabra, pudo seguir hablando—. Hace mucho calor. ¿Te apetece un té helado?
Él la miró.
—Si no es molestia, ya lo creo que sí.
—No es molestia —dijo ella.
Le indicó sin revelar ansiedad, o al menos eso esperaba, que estacionara la camioneta de¬trás de la casa. No deseaba que, al volver Ri¬chard, uno de los vecinos le dijera: «Ah, Dick, ¿estáis en obras? La semana pasada vi una fur¬goneta verde en tu casa. Sabía que Frannie es¬taba allí, de manera que no me preocupé por controlar».
Subieron por los escalones rotos hasta la puerta del porche trasero. Robert sostuvo la puerta para que ella pasara; llevaba consigo las bolsas con las cámaras.
—Hace demasiado calor para dejar el equipo en el coche —había dicho al retirarlos.
En la cocina se estaba un poco más fresco, pero de todos modos hacía mucho calor. El collie husmeó las botas de Kincaid, luego salió al porche y se echó pesadamente, mientras Fran¬cesca sacaba cubitos de hielo y vertía el té en una enorme jarra. Robert se había sentado a la mesa de la cocina, y se alisaba el pelo con las dos manos; y ella sabía que él la observaba.
—¿Limón?
—Sí, por favor.
—¿Azúcar?
—No, gracias.
El jugo de limón goteó lentamente por la pared del vaso, y él notó eso también. Robert Kincaid no se perdía ningún detalle.
Francesca colocó un vaso frente a él y el otro al otro lado de la mesa de formica. Puso las flores en agua, en un viejo frasco de jalea con dibujos del pato Donald. Apoyada en la re¬pisa, levantó una pierna y se quitó la bota.
Luego se apoyó en el pie descalzo y se quitó la otra.
Robert bebió un sorbito de té y la miró. Ella medía menos de un metro setenta, andaba por los cuarenta o poco más, tenía una linda cara y un cuerpo hermoso, cálido. Pero dondequiera que fuera encontraba mujeres bonitas. El aspec¬to físico podía tener cierta importancia, pero, para Robert, lo que realmente contaba era la inteligencia y la pasión de vivir, la capacidad de conmover y de conmoverse con sutilezas de la mente y del espíritu. Por eso, siendo indiferente a una belleza exterior, no encontraba atracti¬vas a la mayoría de las mujeres jóvenes. No ha¬bían vivido ni sufrido lo suficiente para poseer esas cualidades que le interesaban.
Pero había algo en Francesca Johnson que realmente le atraía. Había inteligencia; Robert lo sentía. Y había pasión, aunque no sabía ha¬cia qué iba dirigida esa pasión, si es que iba di¬rigida a algo.
Más tarde él le dijo que, de alguna manera indefinible, veda quitarse las botas esa tarde había sido uno de los momentos más sensuales que recordaba, No importaba por qué. Él no se acercaba a la vida con porqués.
«El análisis destruye los conjuntos. Algunas cosas, las cosas mágicas, han sido hechas para permanecer enteras. Si uno las observa por partes, desaparecen.» Eso había dicho.
Ella estaba sentada a la mesa con una pierna doblada bajo su cuerpo, y apartaba los mechones de cabello negro que le caían sobre la cara sujetándolos nuevamente con la peineta de carey. Luego recordó algo, se levantó y se acercó al aparador; cogió un cenicero y lo puso en la mesa al alcance de la mano de Ro¬bert.
Con ese permiso tácito, él sacó un paquete de Camel y se lo ofreció. Francesca cogió un ci¬garrillo y advirtió que estaba levemente hú¬medo por la intensa transpiración de él. Re¬pitieron los mismos movimientos que en el coche. Él encendió el Zippo, ella le tocó la ma¬no para que no la moviera, sintió su piel con las yemas de los dedos y se apoyó en el respaldo de la silla. El sabor del cigarrillo era maravilloso. Francesca sonrió.
—¿Qué haces, exactamente? Me refiero a la fotografía.
Robert observó su cigarrillo y contestó con calma:
—Bueno, trabajo para... soy un fotógrafo del National Geographic. Esto ocupa parte de mi tiempo. Vendo ideas a la revista y tomo las fotos. O ellos me llaman cuando quieren hacer algo. No hay mucho espacio para la expresión artística; es una publicación muy conservadora. No es extraordinaria, pero sí decente y segura. El resto del tiempo, escribo y fotografío por mi cuenta y mando material a otras revistas. Si las cosas se ponen duras, hago trabajo de equipo, pero eso me limita mucho. A veces, es¬cribo poesía para mí mismo. De vez en cuando trato de escribir un poco de ficción, pero pa¬rece que no tengo talento para ello. Vivo al norte de Seattle y trabajo bastante en esa zona. Me gusta sacar fotografías de barcos pesqueros, poblaciones indias y paisajes. El trabajo para el Geographic a veces me retiene en el mismo lu¬gar un par de meses, especialmente cuando es algo de envergadura, por ejemplo una parte del Amazonas o el desierto de África del Norte. Suelo viajar en avión para esos trabajos y alqui¬lar después un coche. Pero tenía ganas de visi¬tar en coche algunos lugares y explorados para reportajes futuros. Vine bordeando el Lago Su¬perior; volveré por Black Hills. ¿Y tú?
Francesca no esperaba que se lo preguntara. Tartamudeó unos instantes.
—Ah, por Dios, nada parecido a lo tuyo., Me gradué en literatura comparada. Cuando llegué a Winterset en 1946, había problemas para encontrar profesores, y como estaba casada con un veterano, me cogieron. De manera que obtuve un certificado de enseñanza y en¬señé literatura inglesa unos años en la escuela secundaria. Pero a Richard no le gustaba que yo trabajase. Decía que él podía mantenemos, que no era necesario, sobre todo cuando nues¬tros hijos eran pequeños, así que lo dejé y dedi¬qué mi jornada completa a ser esposa de gran¬jero. Eso es todo.
Advirtió que Robert había terminado el té helado y le sirvió más de la jarra.
—Gracias. ¿Te gusta vivir en Iowa?
La situación le permitía ser sincera. Fran¬cesca lo sintió. La respuesta estereotipada era: «Mucho. Es muy tranquilo. La gente es muy buena».
No contestó de inmediato.
—¿Me das otro cigarrillo?
Otra vez el paquete de Camel, otra vez el encendedor, otra vez el ligero contacto de las manos. El sol entraba en el porche de atrás y caía sobre el perro, que se levantó y desapare¬ció. Francesca, por primera vez, miró a los ojos a Robert Kincaid.
—Tengo que responder: «Me gusta. Es muy tranquilo. La gente es muy buena». En general, todo eso es cierto. Es tranquilo. La gente es buena, en cierto sentido. Todos nos ayudamos. Si alguien se lastima o enferma, los vecinos cosechan su maíz o su avena o hacen lo que sea necesario. En la ciudad se puede dejar el co¬che abierto y permitir a los chicos que corran de acá para allá sin peligro. La gente de aquí tiene un montón de buenas cualidades, y yo la respeto por eso. Pero —vaciló, echó una ca¬lada, miró a Robert Kincaid sentado frente a ella—, no es lo que yo soñaba de jovencita.
La confesión, por fin. Hacía años que las palabras estaban ahí, y nunca las había pronun¬ciado. Ahora se las había dicho a un hombre que venía de Bellingham, del estado de Wash¬ington, en una camioneta verde.
Durante unos momentos, él guardó silen¬cio. Luego, dijo:
—El otro día anoté algo en mi cuaderno para usado algún día; se me ocurrió mientras viajaba. Es algo que sucede a menudo. Dice así: «Los viejos sueños eran sueños buenos; no se realizaron, pero me alegro de haberlos tenido». No estoy seguro de lo que significa, pero lo usaré en alguna parte. De manera que creo que entiendo lo que sientes.
Francesca le sonrió entonces, por primera vez, con una sonrisa cálida y profunda. Y el ins¬tinto del jugador se impuso en ella.
—¿Quieres quedarte a cenar? Mi familia está fuera, de modo que no tengo mucho en casa, pero algo inventaré.
—Desde luego, estoy cansado de los super¬mercados y de los restaurantes. Así que si no es mucha molestia, me encantaría.
—¿Te gustan las chuletas de cerdo? Puedo servirlas con verduras de la huerta.
—Prefiero las verduras solas. No como car¬ne. Hace años que ya no la como. No es por ninguna razón en especial, simplemente me siento mejor así.
Francesca volvió a sonreír.
—Aquí tu punto de vista no sería muy po¬pular. Richard y sus amigos dirían que estás tratando de destruir su medio de subsistencia. Yo misma no como mucha carne; no sé muy bien por qué, sencillamente no me gusta. Pero cada vez que intento hacer una cena sin carne para mi familia hay gritos de rebelión, de ma¬nera que he abandonado el intento. Será agra¬dable de pensar en algo diferente para variar.
—Bueno, pero no te tomes muchas molestias por mí. Escucha, tengo película en la nevera. Necesito tirar el agua del hielo derretido y ordenar un poco las cosas. Me llevará un rato. —Se levantó y bebió lo que quedaba del té.
Ella lo vio salir por la puerta de la cocina, cruzar el porche y salir al patio. No dejó gol¬pear la puerta de alambre tejido como hacían todos, sino que la cerró suavemente. Justo an¬tes de salir se agachó para palmear al collie, que le agradeció la atención con varias buenas lamidas en los brazos. Francesca fue a las ha¬bitaciones de arriba, se dio un rápido baño y, mientras se secaba, miró por encima de la cortina que cubría la mitad inferior de la ventana. La maleta de Robert estaba abierta, y él se es¬taba lavando con la vieja bomba de mano. Francesca pensó que debería haberle dicho que podía ducharse en la casa si lo deseaba. Lo ha¬bía pensado antes, pero la había retenido la familiaridad que eso implicaba, y luego, flotando en su propia confusión, se había olvidado y no había dicho nada.
Pero Robert Kincaid se había lavado en peores condiciones. Con baldes de agua estancada en la patria de los tigres, con el agua de su can¬timplora en el desierto. En la granja de Fran¬cesca, se había desnudado hasta la cintura y usaba la camisa sucia como una combinación de esponja y toalla. Una toalla, se reprochó Francesca; al menos podría haberle dado una toalla.
La navaja de afeitar reflejaba el sol; ella lo vio enjabonarse la cara y afeitarse. Era —otra vez esa palabra, pensó Francesca—, era duro. No era corpulento, medía un poco más de uno ochenta y era más bien delgado. Pero tenía la musculatura de los hombros grande, y el abdomen liso como la hoja de un cuchillo. No re¬presentaba la edad que tenía y no se parecía a los hombres del lugar, que comían demasiados dulces en el desayuno.
La última vez que había ido a Des Moines, Francesca se había comprado un perfume nue¬vo: Windsong, y ahora lo usó con moderación. ¿Qué se pondría? No le pareció bien arreglarse demasiado, puesto que él seguía con su ropa de trabajo. Camisa blanca de manga larga, unos tejanos limpios, sandalias. Los aretes que, según Richard, le daban aspecto de gitana, y una pulsera de oro. El cabello recogido con una he¬billa en la nuca, caído sobre la espalda. Así estaría bien.
Cuando volvió a la cocina, Robert estaba sentado ahí con sus mochilas y su nevera; se había puesto una camisa caqui limpia con los mismos tirantes naranja de antes. En la mesa había tres cámaras, dos lentes cortos, dos me¬dianos y uno largo, y un nuevo paquete de Camel. Las cámaras y los lentes eran de la marca Nikon. El equipo estaba rayado, en algunas partes abollado. Pero Robert lo manejaba cui¬dadosamente, aunque sin obsesionarse. Pulía, cepillaba, soplaba.
Volvió a mirada; ella estaba seria otra vez, tímida,
—Tengo cerveza en la nevera. ¿Quieres una?
—No estaría mal. —Sacó dos botellas de Budweiser. Cuando levantó la tapa de la ne¬vera, Francesca vio cajas de plástico transpa¬rente con película apiladas en el interior. Que¬daban otras cuatro botellas de cerveza.
Francesca abrió un cajón para coger un abridor, pero él dijo: «Yo tengo». Sacó de su vaina el cortaplumas múltiple que llevaba en el cinturón, extendió una de sus hojas y la usó con pericia.
Le entregó una botella a Francesca y alzó la suya en una especie de brindis:
—A los puentes cubiertos en el atardecer, o, mejor aún, en las mañanas cálidas, rojas. —Sonrió.
Francesca no dijo nada, pero sonrió con suavidad y levantó un poco su botella con ges¬to vacilante, incómodo. Un extraño desconoci¬do, las flores, el perfume, la cerveza y un brin¬dis un caluroso lunes del final del verano. Era más de lo que podía resistir.
—Alguna vez alguien tuvo sed una tarde de agosto. Quienquiera que fuese, se paró a estu¬diar su sed, improvisó alguna bebida e inventó la cerveza. De allí proviene, y se resolvió el pro¬blema de la sed. —Estaba ocupado con una cá¬mara, y parecía que le hablaba a ella mientras ajustaba un tornillo en la parte superior, con un destornillador de joyero.
—Voy un minuto al jardín. Ahora vuelvo.
Robert levantó los ojos.
—¿Necesitas ayuda?
Ella hizo un gesto negativo y pasó junto él, sintiendo su mirada en las caderas, preguntán¬dose si la seguiría mirando mientras cruzaba el porche, adivinando que sí lo haría.
No se equivocaba. Él la observaba. Movió la cabeza y volvió a mirada. Observó su cuerpo, pensó en la inteligencia que él sabía que poseía, se preguntó qué otras cosas percibía de ella. Se sentía atraído y luchaba contra esa atracción.
Ahora el jardín estaba en sombra. Fran¬cesca llevaba una cascada cazuela de esmalte blanco. Recogió zanahorias y perejil, nabos, cebollas.
Cuando volvió a la cocina, Robert Kincaid estaba colocando nuevamente el equipo en las bolsas. Con cuidado y precisión, observó Francesca. Evidentemente, había un lugar pa¬ra cada cosa y cada cosa estaba en su lugar. Robert había terminado su cerveza y había abierto dos más, aunque Francesca aún no ha¬bía terminado la suya. Entonces, ella echó la cabeza hacia atrás, vació la botella y se la en¬tregó.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó él.
—Puedes traer el melón del porche y unas patatas de ese balde que está allí.
Él se movió con tanta agilidad que a Francesca le asombró el poquísimo tiempo que tardó en ir al porche y volver, con el melón bajo el brazo y cuatro patatas en las ma¬nos.
—¿Bastarán?
Asintió, pensando que él tenía algo fantas¬mal. Dejó las patatas y el melón junto al fre¬gadero donde ella limpiaba las verduras y vol¬vió a su silla, encendiendo un Carne! mientras se sentaba.
—¿Cuánto tiempo estarás por aquí? —pre¬guntó Francesca, mirando las verduras que lim¬piaba.
—No estoy seguro. No tengo mucha prisa, no debo entregar las fotos de los puentes hasta dentro de tres semanas. Me quedaré hasta que acabe el trabajo, supongo. Probablemente será una semana.
—¿Dónde te alojas? ¿En la ciudad?
—Sí, en un pequeño lugar con cabañas. «Motor Court» no sé qué más. He llegado esta mañana. Ni siquiera he sacado todavía mis co¬sas del coche.
—Es el único hotel que hay, excepto el de la señora Carison, que aloja pensionistas. Los restaurantes no te gustarán, especialmente por tu forma de comer.
—Lo sé. Es una vieja historia. Pero he aprendido a arreglármelas. En esta época del año no es tan difícil; encuentro productos frescos en tiendas y en puestos por el camino. Pan y otras cosas, y más o menos me arreglo. Pero es bueno que a uno lo inviten como tú lo haces ahora. Yo lo agradezco mucho.
Francesca extendió la mano sobre la repisa y encendió una pequeña radio con sólo dos diales y con unos altavoces cubiertos por una tela beige.
«Siéntate a mi lado, tan cerca como el aire», cantó una voz, acompañada del rasgueo de las guitarras. Francesca dejó la radio a bajo volumen.
—Soy bastante bueno para picar verduras —ofreció él.
—Bueno, ahí está la tabla de madera; debajo, en el cajón, hay un cuchillo. Voy a hacer un guiso, de manera que tienes que cortarlas en cubos.
Él estaba a medio metro de ella, mirando hacia abajo, cortando las zanahoriasy los nabos, el apio y las cebollas. Francesca pelaba patatas en el fregadero, consciente de estar muy cerca de un hombre extraño. Nunca se le había ocurrido que pelar patatas podía provocar esas pequeñas sensaciones extrañas.
—¿Tocas la guitarra? He visto el estuche en tu camión.
—Un poquito. Me hace compañía, no es más que eso. Mi esposa fue una cantante folk de la primera época, mucho antes de que esa música se hiciera popular, y me enseñó algo.
Francesca se había puesto un poco rígida al oír la palabra «esposa», no sabía bien por qué. Tenía derecho a estar casado, pero de alguna manera eso no encajaba con él. Ella no quería que estuviese casado.
—Mi esposa no soportaba mis viajes, ni que yo pasara meses fuera. No la critico. Me dejó hace nueve años. No tuvimos hijos, así que no fue complicado. Se llevó una guitarra y me dejó otra a mí.
—¿La has vuelto a ver?
—No, nunca. —Eso fue todo lo que dijo.
Francesca no insistió. Pero se sintió mejor, egoís¬tamente, y otra vez se preguntó por qué le im¬portaba el asunto, ya fuese de una u otra manera.
—He estado dos veces en Italia —dijo Robert—. ¿Dónde naciste tú?
—En Nápoles.
—No he ido nunca a Nápoles. Estuve una vez en el norte, fotografiando el río Po. Y, otra vez, para otro trabajo, en Sicilia.
Francesca pelaba patatas pensando en Italia y sintiendo la presencia de Robert Kincaid.
Las nubes se habían acumulado en el oeste dividiendo el sol en rayos que se extendían en varias direcciones. Robert miró por la ventana que estaba encima del fregadero y dijo:
—La luz de Dios. A las fábricas de calenda¬rios les encanta. Y a las revistas religiosas.
—Tu trabajo parece interesante —dijo Fran¬cesca. Sentía la necesidad de mantener la con¬versación en un terreno neutro.
—Lo es. Me gusta muchísimo. Me gusta el camino y me gusta hacer fotos.
Ella advirtió que decía «hacer» fotos.
—¿Tú «haces» fotos, no las tomas?
—Así es. Al menos así es como me gusta pensado. Ésa es la diferencia entre los que sa¬can instantáneas los domingos y los fotógrafos profesionales. Cuando haya terminado con el puente que vimos hoy, no tendrá el aspecto que tú piensas. Lo habré convertido en algo mío, por la elección de la lente, o el ángulo de la cámara, o la composición general, o probable mente por la combinación de todo eso. Yo no me limito a tomar las cosas como se presentan; trato de convertidas en algo que refleje mi con¬ciencia personal, mi espíritu. Trato de encon¬trar la poesía en la imagen. La revista tiene su propio estilo y sus exigencias, y yo no siempre estoy de acuerdo con el gusto del editor; en rea¬lidad, casi nunca lo estoy. Y eso les molesta, aunque ellos deciden lo que guardan y lo que suprimen. Supongo que conocen a sus lectores, pero a mí me gustaría que, de vez en cuando, se arriesgaran un poco. Se lo digo y les molesta. Ése es el problema de ganarse la vida con el ar¬te. Siempre se trabaja con mercados, y los mer¬cados, los mercados masivos, están diseñados para satisfacer un gusto intermedio. Ahí están los números. Supongo que es la realidad. Pero, como te dije, puede limitar mucho. Me per¬miten conservar las fotos que no publican, de manera que al menos tengo mis propios archivos privados con el material que me gusta. Y, de tanto en tanto, otra revista compra algu¬na de esas fotos, o puedo escribir un artículo sobre un lugar donde he estado e ilustrado con poco más de audacia de lo que le gusta al National Geographic.
«Un día, escribiré un ensayo titulado Las virtudes del amateurismo, para todos aquellos que desean ganarse la vida con el arte. El mercado mata más pasión artística que cualquier otra cosa. Para la mayoría de la gente representa la seguridad. Quieren seguridad; las revistas y los fabricantes les dan seguridad, les dan homogeneidad, les dan lo conocido y lo cómodo, no los desafían. Las ganancias y las suscripciones y todo eso domina el arte. Todos estamos atados a la gran rueda de la uniformidad.
»Los responsables de márketing siempre ha¬blan de los "consumidores". Cuando oigo esta palabra, me imagino a un hombrecito gordo en bermudas, con camisa hawaiana y un sombrero de paja del que cuelgan abridores para latas de cerveza, y con montones de dólares en sus pu¬ños cerrados.
Francesca se rió suavemente, pensando en la seguridad y en la comodidad.
—Pero me quejo demasiado. Como te dije, viajar es agradable, y a mí me gusta jugar con las cámaras y estar al aire libre. La realidad no es exactamente lo que prometía la canción, pero la canción no es mala.
Francesca suponía que, para Robert Kincaid, eso era una charla sobre temas cotidianos. Para ella era un tema literario. La gente de Madison County no hablaba así, ni de esas cosas. Ellos hablaban del tiempo y de los precios de los productos de la granja, de los recién nacidos y de los funerales, de los programas del gobierno y de los equipos de deporte. No del arte y los sueños. No de las realidades que hacían cesar la música y encerraban los ideales en una caja.
Robert terminó de cortar las verduras.
—¿Algo más que pueda hacer?
Ella dijo que no con la cabeza.
—No. Está todo bajo control.
Él volvió a sentarse a la mesa. Fumaba y tomaba un trago de cerveza de vez en cuando. Ella cocinaba y bebía entre una tarea y otra. Sentía los efectos del alcohol a pesar de que no había bebido casi nada. La víspera de año nuevo, en la Legion Hall, ella y Richard bebían unas copas. Pero no solía beber, y casi nunca había bebidas alcohólicas en casa. Sin embargo, hacía algún tiempo, Francesca había comprado una botella de coñac con la esperanza de resucitar el amor en sus vidas campesinas. La botella todavía estaba sin abrir.
Aceite vegetal, una taza y media de verduras. Cocinar hasta que estén doradas. Agregar harina y mezclar bien. Agregar un cuarto de litro de agua. Agregar las verduras que quedan y los condimentos. Cocinar a fuego lento unos cuarenta minutos.
Mientras las verduras se cocían Francesca volvió a sentarse frente a él. En la cocina se respiraba una cierta intimidad, que de alguna manera se producía por estar guisando. Preparar la cena para un desconocido, que había estado cortando nabos junto a ella, borraba en parte el sentimiento de extrañeza. Y, al no estar cohibidos, había un espacio para la intimidad. Robert le acercó los Camel con el encendedor sobre el paquete. Ella sacó uno, manipuló el encendedor, se sintió torpe. No lograba encenderlo. Él sonrió un poco, cogió cuidadosamente el encendedor de la mano de ella y movió dos veces la ruedecita hasta que surgió la llama. Lo sostuvo para que ella encendiera el cigarrillo. Cuando estaba con hombres, Francesca se sentía agraciada en comparación con ellos. Pero con Robert Kincaid no.
El sol blanco se había puesto rojo sobre lo campos de maíz. Por la ventana de la cocina se veía un halcón volando en las primeras ráfagas del anochecer. Por la radio daban las noticias de las siete y un resumen de la bolsa. Y Francesca miraba, por encima de la formica amarilla, a Robert Kincaid, que había llegado desde tan lejos a su cocina. Un largo camino que no se contaba sólo en kilómetros.
—Ya huele bien —dijo Robert, señalando la olla—. Es un olor tranquilo. —La miró.
—¿Tranquilo? ¿Existe un olor tranquilo? Pensaba en la frase, intentaba contestarse.
Él tenía razón. Después de las chuletas de cer¬do y los asados que cocinaba para su familia, eso era un guiso tranquilo. No había violencia en ningún punto de la cadena alimenticia, excepto en el hecho de arrancar los vegetales. El guiso se preparaba lentamente y olía a tran¬quilidad. Se estaba tranquilo ahí, en la co¬cina.
—Si no te molesta háblame un poco de tu vida en Italia.
Estaba estirado en la silla, con la pierna de¬recha cruzada sobre la izquierda a la altura de los tobillos.
A Francesca le inquietaba el silencio cuando estaba con él, de manera que habló. Le ha¬bló de cuando era niña, de la escuela primaria, de las monjas, de su padre, que era gerente de un banco, de su madre, que era ama de casa. Le contó que cuando era adolescente iba al malecón a ver los barcos de todo el mundo. Le habló de los soldados norteamericanos que llegaron después. De cómo conoció a Richard, en un café donde estaba con unas amigas. La guerra había destrozado sus vidas, no sabían si algún día se casarían. No mencionó a Niccolo.
Él escuchaba en silencio, indicando de vez en cuando con un gesto de la cabeza que en¬tendía, que comprendía. Cuando por fin ella hizo una pausa, dijo;
—¿Y me dices que tienes hijos?
—Sí. Michael, de diecisiete, y Carolyn de dieciséis. Los dos van al colegio en Winterset. Están en el instituto de formación profesional agraria; pero se han ido a la feria estatal de Illinois a exhibir el novillo de Richard. Nunca he podido llegar a entender, a adaptarme a la forma en que prodigan amor y cuidados a los animales que luego venden para sacrificar. Pero no me atrevo a decir nada. Richard y sus a amigos caerían sobre mí como rayos. Creo que es contradictorio, que hay algo frío e insensible en ello.
Se sintió culpable al mencionar el nombre de Richard. No había hecho nada, nada en ah salmo. Sin embargo se sentía culpable por la lejana posibilidad de que ocurriera algo. Y se preguntó cómo lo llevaría el resto de la noche y si no se habría metido en algo que no podría controlar. Tal vez Roben Kincaid se iría. Pare¬cía muy tranquilo, bastante simpático, hasta un poco tímido.
Mientras hablaban el anochecer tomó un tono azul, con una ligera niebla sobre la hier¬ba de la pradera. Roben abrió otras dos cer¬vezas mientras el guiso de Francesca se coci¬naba, lentamente. Francesca se levantó, dejó caer las bolas de masa en agua hirviendo, se volvió y se apoyó en el fregadero, sintiéndo¬se conmovida por Robert Kincaid, de Bel¬lingham. Esperaba que no se fuera demasiado temprano.
Él se sirvió dos veces, con buenos modales, y le dijo dos veces que estaba excelente. El me¬lón estaba perfecto; la cerveza muy fría. La noche azul. Francesca Johnson tenía cuarenta y cinco años, y en la radio de su cocina, Hank Snow cantaba una canción por la emisora KMA de Shenandoah, Iowa.
La copa de Robert estaba vacía. Cuando él dejó de mirar por la ventana, Francesca cogió la botella de coñac y la acercó a la copa. Él hizo un gesto negativo.

—Roseman Bridge a la madrugada. Será mejor que me vaya.
Ella se sintió aliviada. Pero también sufrió una decepción. Se sentía perpleja, Sí, por favor vete. Toma un poco más de coñac. Quédate. Ve¬te. A Faron Young no le importaba lo que sentía Francesca. Ni a la polilla que giraba alrede¬dor de la lamparita del fregadero. Francesca no sabía muy bien qué pensaba Robert Kincaid.
Él se levantó, se echó una de las bolsas sobre el hombro izquierdo y puso la otra sobre la nevera. Ella se acercó a él. Él le dio la mano, y ella la cogió.
—Gracias por esta noche, por la cena, por el paseo. Todo ha sido muy agradable. Eres una buena persona, Francesca. Deja el coñac en la parte delantera del armario. Con el tiempo tal vez dé resultado.
Como había pensado Francesca, él com¬prendía. Pero no se ofendió con sus palabras. Él hablaba de amor, y de la mejor manera posi¬ble. Ella lo percibía por la suavidad del len¬guaje, la forma en que decía las palabras. Lo que no sabía era que él quería gritarles a las pa¬redes de la cocina, estampando las palabras como un bajorrelieve en el yeso: «Por Dios, Ri¬chard Johnson, ¿de veras eres tan estúpido co¬mo pienso que eres?»
Francesca lo siguió hasta la camioneta y se quedó ahí de pie mientras él guardaba el equi¬po. El collie cruzó el patio y se puso a olisquear alrededor de la camioneta.
—Jack, ven aquí—murmuró de inmediato Francesca, y el perro se echó junto a ella, jadeando.
—Adiós. Cuídate —dijo Robert, deteniéndose un momento junto a la puerta de la furgoneta para mirada a los ojos.
Luego, con un solo movimiento, se sentó al volante y cerró la puerta. Puso en marcha el motor, pisó el acelerador y arrancó con muchos ruidos. Se asomó por la ventanilla.
—Creo que no le vendría mal una revisión —comentó con una sonrisa.
Cogió el volante, retrocedió, cambió de ve¬locidad y avanzó por la zona iluminada del pa¬tio. Justo antes de llegar a la parte oscura, sacó la mano izquierda por la ventanilla para saludar a Francesca. Ella también lo saludó, aunque sa¬bía que él no podía veda.
Mientras la camioneta se alejaba por el sen¬dero, Francesca caminó hasta la zona oscura, mirando las luces rojas que subían y bajaban en los baches. Robert Kincaid dobló a la izquierda y tomó el camino principal hacia Winterset, mientras relámpagos de una tormenta de ve¬rano cruzaban el cielo y Jack iba cansadamente hacia el porche de atrás.
Momentos después, Francesca se contemplaba en el espejo de la cómoda, desnuda. Las caderas apenas ensanchadas por la maternidad, los pechos todavía bellos y firmes, no demasiado grandes, el vientre apenas redondeado. No se veía las piernas en el espejo, pero sabía que se conservaban bien. Pensó que debería depilarse más a menudo, pero no le encontraba mucho sentido.
Ese martes de agosto de 1965, por la noche, Robert Kincaid miró detenidamente a Francesca Johnson. Ella lo miró de la misma manera. Estaban a tres metros de distancia, pero quedaron unidos de una forma sólida, íntima, inseparable.
Robert se acercó y encendió las dos velas mientras ella apagaba la luz del techo. Ahora estaban casi a oscuras. Las llamas de las velas apuntaban hacia arriba, agitándose apenas en la noche sin viento. La sencilla cocina nunca había estado tan bonita.

Recomenzó la música. Afortunadamente para los dos era una versión de Hojas muertas.
Ella se sentía extraña. Él también. Pero le cogió la mano, le rodeó la cintura con un brazo, ella se aproximó a él, y la sensación de extrañeza se desvaneció. De alguna manera, dio paso a un cierto bienestar. Él movió el bra¬zo en la cintura de Francesca y la atrajo más ha¬cia él.
Ella sentía el olor de Robert, olor a limpio, a jabón; un olor cálido. El buen olor funda¬mental de un hombre civilizado, que parecía innato en él.
—Qué buen perfume —dijo Robert, apo¬yando las manos de los dos sobre su pecho, cerca del hombro.
—Gracias.
Bailaron. Lentamente. Sin desplazarse mu¬cho en ninguna dirección. Ella sentía las pier¬nas de Robert contra las suyas, y, a veces, el vientre de él contra su vientre.
Terminó la canción, pero él seguía abra¬zándola, tarareando la melodía que acababa de terminar, y así se quedaron hasta que comenzó la siguiente canción. Él comenzó a bailar automáticamente y el baile continuó mientras las langostas protestaban por la llegada de sep¬tiembre.
Francesca sentía los músculos del hombro de Robert a través de la delgada camisa de algodón. Era real, más real que cualquier cosa que hubiera conocido. Él se inclinó ligeramente para apoyar la mejilla en la de ella.
Durante el tiempo que pasaron juntos, más de una vez Robert se describió a sí mismo co¬mo a uno de los últimos cowboys. Estaban sentados sobre la hierba, junto a la bomba, detrás de la casa. Francesca no entendía y le pidió que se lo explicara.
—Cierta clase de seres humanos están an¬ticuados —dijo Robert—. O casi. El mundo se está organizando demasiado para mí y para otros. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Bueno, mi equipo fotográfico está bastante ordenado, es cierto, pero hablo de algo más que eso. Hablo de las reglas y de las leyes y de las convenciones sociales. La jerar¬quía del poder, las zonas de control, los planes a largo plazo y los presupuestos. El poder cor¬porativo. Un mundo de trajes arrugados y tarjetas de identificación en la solapa. No todos los hombres son iguales. A algunos les irá muy bien en el mundo del futuro. A otros, tal vez a unos pocos, no. Eso se ve en los ordenadores y en los robots y en lo que representan. En el mundo de antes, había cosas que podíamos hacer, que estábamos destinados a hacer, que ninguna persona ni ninguna máquina salvo nosotros podía hacer. Corríamos velozmente, éramos fuertes y rápidos, agresivos y duros. Nos habían dado valor. Arrojábamos lanzas a gran distancia y luchábamos en peleas cuerpo a cuerpo.
»Algún día, los ordenadores y los robots dirigirán el mundo. Los seres humanos harán funcionar las máquinas, pero para eso no se requiere coraje ni fuerza ni otras característi¬cas así. En realidad, los hombres están de¬jando de ser útiles. Sólo se necesitan bancos de esperma para que la especie se perpetúe, y ya los hay. La mayoría de los hombres son pé¬simos amantes, según dicen las mujeres, de manera que no se pierde mucho al reemplazar el sexo por la ciencia.
»Estamos renunciando a los tiempos y a las distancias sin límites, organizándonos, censurando nuestras emociones.
Ese martes por la noche, gradualmente y sin proponérselo, se acercaron cada vez más, bailando en la cocina. Él la estrechaba en sus brazos, y Francesca se preguntaba si sentiría sus pechos a través del vestido y de la camisa, estaba segura de que sí.

Le gustaba tanto sentirlo cerca. Quería que eso durara eternamente. Más viejas canciones, más baile, y más veces su cuerpo contra el de él. Volvía a ser mujer. Otra vez había un lugar para bailar. Lentamente pero sin vacilaciones, Fran¬cesca volvía a casa, en donde nunca había estado.
Hacía calor. La humedad era alta, y la tormenta sonaba a lo lejos. Las mariposas noctur¬nas se pegaban contra las celosías, atraídas por las velas en pos del fuego.
Ahora él la invadía. Y ella a él. Apartó la mejilla de la de él, lo miró con sus ojos oscuros y él la besó, y ella le devolvió el beso, un beso suave y largo, cantidades de besos.
Dejaron de fingir que bailaban y ella le ro¬deó el cuello con los brazos. La mano izquierda de Robert se apoyaba en la cintura de Francesca, por detrás la otra le acariciaba el cuello, la mejilla y los cabellos. Thomas Wolfe hablaba del «fantasma del antiguo deseo». El fantasma se había despertado en Francesca Johnson. En los dos.
Sentada junto a la ventana el día en que cumplía sesenta y siete años, Francesca miraba la lluvia y recordaba. Llevó el coñac a la cocina y se detuvo un momento, observando el punto exacto en que habían estado de pie los dos. Las sensaciones en su interior eran avasalladoras, como siempre. Tan fuertes que, a través de los años, sólo se había atrevido a evocarlas detalladamente una vez por año porque, de otro modo, se habría desmoronado con esa tremenda fuerza emocional.
Para sobrevivir había tenido que abstenerse de recordar. Aunque, en los últimos tiempos, los detalles la asaltaban cada vez con mayor frecuencia. Ya no trataba de impedir que Robert volviera a ella. Las imágenes eran cla¬ras y reales y estaban ahí. Después de tanto tiempo. Veintidós años. Pero lentamente vol¬vían a ser su realidad, la única en la que le im¬portaba vivir.
Sabía que cumplía sesenta y siete años y lo aceptaba, pero no podía imaginar que Robert Kincaid tuviera cerca de setenta y cinco. No podía pensado, no podía concebido, ni siquie¬ra concebir que pudiera concebido. Él estaba con ella, ahí, en la cocina, con la camisa blanca, los largos cabellos grises, los pantalones caqui, las sandalias marrones, la pulsera y la cadena de plata alrededor del cuello. Él estaba ahí abrazándola.
Finalmente, ella se apartó y lo cogió de la mano, lo llevó arriba, pasaron por el cuarto de Carolyn, por el de Michael, y entraron en la habitación de Francesca. Sólo encendió un pequeño velador en la mesita de noche.
Ahora, tantos años después, Francesca subió lentamente la escalera con la botella de coñac extendiendo el brazo derecho hacia atrás como si Robert todavía la siguiera, como para evocar el recuerdo de él cuando iba detrás suyo, por el pasillo, hasta el dormitorio.
Las imágenes físicas grabadas en la mente de Francesca eran tan claras que podían ser una de las precisas fotografías de Robert. Recordaba a Robert sosteniéndose encima de ella, avanzando lentamente el pecho contra su vientre y sobre sus senos. Lo había hecho una y otra vez, como cumpliendo con un ritual de cortejo animal sacado de un viejo libro de zoo¬logía. Se movía sobre su cuerpo, besando al¬ternativamente sus labios, sus orejas, pasán¬dole la lengua por el cuello, lamiéndola como un imponente leopardo en la hierba alta de una sabana.
Era un animal. Un animal soberbio, duro, macho, que no hacía nada manifiesto por dominarla, pero que la dominaba completamente, en la forma exacta en la que ella deseaba que sucediera en ese momento.
Pero había algo que iba más allá de lo físico, a pesar de que el hecho de que él pudiera hacer el amor durante tanto tiempo sin cansarse tenía su importancia. Amado —ahora, después de pensar tanto en ello, durante todos esos años, casi le parecía algo normal y corriente¬ era un asunto espiritual. Espiritual, pero no corriente.
Mientras hacían el amor ella se lo había susurrado, captándolo en una sola frase: «Ro¬bert, eres tan fuerte que me da miedo». Él era físicamente poderoso, pero usaba su fuerza con cuidado. Sin embargo, era algo más que eso.
El sexo era una cosa. Desde que se habían conocido, ella preveía o, al menos, percibía la posibilidad de algo placentero, una ruptura de la monotonía de la rutina. No había contado con la extraordinaria fuerza de Robert.
Era casi como si hubiera tomado posesión de ella en todas sus dimensiones. Eso era lo que le daba miedo, Al principio, no dudaba de que una parte de ella podía permanecer libre de cualquier cosa que hiciera con Robert; era la parte que pertenecía a su familia y a su vida allí, en Madison County. Pero él, simplemente, se apropió de todo. Francesca debería haberlo sabido en el mismo momento en que él había bajado de su furgoneta para pedirle información. Entonces le había parecido un chamán, y ese juicio original se había confir¬mado.
Hacían el amor durante una hora, a veces más, luego él se apartaba lentamente y la mi¬raba, y encendía un cigarrillo para él y otro para ella. O bien simplemente se quedaba ten¬dido a su lado, siempre con una mano mo¬viéndose sobre su cuerpo. Después volvía a penetrada, susurrándole suavemente al oído mientras la amaba, besándola entre una y otra frase, entre una y otra palabra, rodeándole la cintura con el brazo, atrayéndola hacia él, en¬trando en ella.
Y ella, a perder la conciencia, a respirar más fuerte, a dejarlo que la llevara adonde él vivía y vivía en lugares extraños, embrujados, muy anteriores a la lógica de Darwin.
Con la cara hundida en el cuello de Robert y la piel contra la de él, Francesca olía ríos y humo de leña, oía trenes de vapor que salían de estaciones invernales en noches de un pasado remoto, veía viajeros vestidos de negro que avanzaban sin cesar por ríos helados y praderas estivales, marchando hacia el fin de las cosas. El leopardo saltaba sobre ella, una y otra vez, y otra, y otra, como el vendaval en las llanuras, y, deslizándose sobre él, ella cabalgaba en ese viento como una sacerdotisa hacia los dulces fuegos obedientes que marcaban la suave curva del olvido.
Ella murmuraba suavemente, sin aliento:
—Ay, Robert... Robert... me pierdo.
Ella, que desde hacía años no tenía orgas¬mos, los tenía ahora en largas secuencias con ese ser que era mitad hombre y mitad otra criatura. Francesca se preguntaba cómo él resistía tanto, y Robert le dijo que podía llegar a los or¬gasmos de la mente lo mismo que a los físicos, y que los orgasmos de la mente tenían un ca¬rácter especial.
Francesca no tenía idea de lo que quería decir. Sólo sabía que, en cierto modo, él los había atado a los dos y había apretado tanto la cuerda alrededor de ambos que ella se habría sofocado a no ser por la liberación de sí misma que sentía.
La noche avanzaba, y la gran danza en espiral continuaba. Robert Kincaid rechazaba la idea de lo lineal y se refugiaba en una parte de sí mismo que sólo tenía que ver con la forma, el sonido y la sombra. Recorría los caminos de los viejos hábitos, encontrando su dirección a la luz de los reflejos del sol, que se dispersaba sobre la hierba del verano y las hojas rojas del otoño.
—Para esto estoy aquí, en este planeta, en este momento, Francesca. No para viajar ni para tornar fotos, sino para amarte. Ahora lo sé. He estado cayendo desde el borde de un si¬tio muy grande, muy alto, en algún lugar del pasado, durante más años que los que he vivido en esta vida. Durante todos esos años, he estado cayendo hacia ti.

Cuando bajaron, la radio todavía estaba encendida. Ya había amanecido, pero el sol se ocultaba tras una delgada capa de nubes.
—Francesca, quiero pedirte un favor. —Robert le sonrió mientras ella preparaba el café.
—¿Sí? —Lo miró. Dios mío, cómo lo amo, pensó, sintiéndose trémula, deseándolo todavía más, sin descanso.
—Ponte los tejanos y la camiseta que lleva¬bas anoche, y unas sandalias. Nada más. Quie¬ro hacer una foto tuya tal como estabas esta mañana. Una foto sólo para nosotros dos.
Francesca fue arriba, con las piernas flojas de haber rodeado el cuerpo de Robert toda la noche. Se vistió y salió con él a la pradera. Allí había hecho la foto que ella miraba todos los años.